miércoles, 2 de marzo de 2016

Un día de felicidad

perezreverte.com

Estabas resfriado, tenías fiebre. Décimas. Una mano entrañable se posaba en tu frente y escuchabas las palabras mágicas: «Hoy no vas al colegio». Tu hermano, vestido, repeinado y con la corbata puesta -aquellas odiosas corbatas con el nudo hecho y un elástico en torno al cuello-, te miraba con envidia mientras cogía la cartera y se iba camino del colegio. No podías levantarte, ni salir a la calle, ni corretear jugando por casa. Pero en tu cuarto, junto a la cama, había un armario lleno hasta arriba de libros, pues el día de la primera comunión tu madre había pedido a los amigos y la familia que no te regalasen más que eso: libros.

De ese modo, entre los ocho y los nueve años habías reunido ya una primera y aceptable biblioteca propia: Quintin Durward, Ivanhoe, El talismán, Un capitán de quince años, Robinson Crusoe, Dick Turpin, Canción de Navidad, Los apuros de Guillermo, Con el corazón y la espada, Cuentos de hadas escandinavos, Hombrecitos, La isla del tesoro, Moby Dick, Cinco semanas en globo, Corazón, La vuelta al mundo de dos pilletes... 
Había medio centenar, sobre todo de aquellas estupendas Colección Historias y Cadete Juvenil, y a eso había que añadir los tebeos que cada domingo comprabas con tu pequeña asignación semanal: historietas de personajes que todavía hoy, cuando los encuentras por ahí, regalas a tu compadre Javier Marías, que compartió los mismos territorios: Dumbo, TBO, Hazañas Bélicas, El Jabato, El capitán Trueno, Pumby, Hopalong Cassidy, El Llanero Solitario, Gene Autry, Roy Rogers, Red Ryder, Supermán... De tanto leerlos tú y tus amigos se rompían, así que tus padres los hacían encuadernar en gruesos volúmenes, para que durasen más. Y toda aquella deliciosa biblioteca, esos libros y tebeos que eran puertas a mundos maravillosos, a viajes, aventuras y sueños, te rodeaban en la cama, hasta el punto de que recuerdas perfectamente tus piernecillas aprisionadas por la presión que todos esos libros, a uno y otro lado, ejercían sobre la colcha.

Era la felicidad, como digo. Páginas y páginas. Un termómetro bajo la axila, que se caía al hojear los libros.