Ideal (21 de agosto de 2008)
Los veo bajo la sombrilla, insultándose. Antes ya los había visto durante el desayuno, en uno de esos comedores que parecen pesebres, dentro de un edificio que es una especie de granja, en un pueblo turístico formado únicamente por hoteles y apartamentos al borde de la costa, una colmena mediterránea para refocilarse pegajosamente. El niño es insoportable: lo he visto romper un plato, tirar la leche, mearse en los pantalones. La madre le ha reído la gracia, y ahora paga las consecuencias. El niño le dice: «Tonta, imbécil, gilipollas»; y ella sólo se sonroja en vez de pegarle un bofetón, raparlo al cero, hacerle ahogadillas en el agua, en lo que hubiéramos colaborado gustosamente sus vecinos de sombrilla, sufridores en la arena. Pero ahora, todo se negocia: «Si te portas bien te compraré un helado, un caramelo, un loro». Las familias españolas son escuelas de negocios que forman a los ejecutivos agresivos del futuro, los que solucionarán la crisis económica: «¿Que no quiero ningún helado, imbécil! ¿Quiero una consola!» Los espectadores miramos a la mujer comprensivamente: «Tendría usted que haberse ahorrado el trabajo de traerlo al mundo». Pero por supuesto es algo que no decimos. La familia española ha cambiado. Los tiempos de la dictadura pasaron. Tenemos experiencia. Somos comprensivos, y podemos soportar la dictadura de nuestros hijos: «¿No quiero bañarme! ¿No quiero comer! ¿No quiero vestirme!» Y el grito, y el llanto, y el deseo de estrangulamiento. La felicidad.
jueves, 28 de agosto de 2008
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